El primero es el inspirado por las Musas y se caracteriza porque siente por naturaleza la belleza de las sonoridades y los ritmos. El segundo es el amante, que es atraído por la belleza de los cuerpos aunque en realidad ama los objetos trascendentes de los que los objetos corpóreos son imágenes, debido a que en su inconsciente pervive el recuerdo de la belleza ideal. El tercero es el filósofo, que al estar separado del mundo sensible no necesita pasar por la intermediación del amor humano, y entonces sólo debe conducirse en las ciencias y en las virtudes para ascender por medio de la dialéctica hacia el Bien.
En cuanto a la realidad divina, ésta aparece bajo dos aspectos. Uno, el nivel al que se eleva nuestra vida interior. Aquí en ocasiones sólo contemplamos lo Bello (es decir, el Espíritu consumado) que contiene las Formas que viven y se piensan en el Espíritu. En el segundo a veces alcanzamos el nivel del Espíritu en su estado inicial y, ya que participamos directamente en el Bien, la presencia del Bien hace nacer en nosotros un amor infinito: “[…] la belleza del Espíritu no produce ningún efecto en tanto que esta Belleza no haya recibido la luz del Bien; […] está totalmente inactiva e incluso cuando el Espíritu está presente en ella, ella está, a su vez, embrutecida. “(VI,7,22,10).
La bondad divina es el motivo de que la vida sea gracia porque al emanar de Dios él nos inunda con la gracia que nos otorga. Si sólo dependiese de las Formas no se nos podría llamar al amor. Entonces lo que origina realmente el amor es la gracia, que es la vida que se añade a la belleza: “Cada forma, por sí misma, no es más que lo que ella es. Sin embargo se convierte en objeto de deseo cuando el Bien la colorea, proporcionándole de algún modo la gracia e infundiéndole el Amor a quienes la desean.”. Por eso: “Incluso aquí abajo, la belleza se encuentra más en la luz que brilla sobre la simetría que en la propia simetría. […] ¿por qué, si no, el esplendor de la belleza brilla en toda su intensidad sobre un rostro vivo, mientras que sobre un rostro muerto, ya no vemos sino el vestigio de la belleza, […]” (VI,7,22,24)
Una vez que ha nacido el amor este proceso nos dirige hacia el bien: “Mientras esta impresión se encuentra en alguien que se detiene en la forma sensible, ese alguien todavía no experimenta el amor. Pero cuando, a partir de la forma sensible, él mismo produce en sí una forma no sensible en la parte indivisible de su alma, entonces nace el amor. Y si el enamorado desea ver el objeto amado, sólo es con el fin de regar esta forma no sensible que se marchita. Ahora bien, si cobrara conciencia del hecho de que siempre hay que ir más allá, hacia lo que es más “sin forma”, lo que desearía sería el propio Bien.” (VI , 7,33,22)
“El alma ama el Bien porque, desde el origen, ha sido incitada por Él a amarlo. Y el alma que tiene este amor a su disposición no espera que las bellezas de aquí abajo la hagan acordarse, sino que, teniendo en sí misma el amor, incluso aunque ignore que lo tiene, siempre está buscando y, puesto que quiere elevarse hacia el Bien, desprecia las cosas de aquí abajo; al ver las cosas hermosas que hay en el universo, no confía en ellas porque ve que están en unas carnes, en unos cuerpos, que están mancilladas por el lugar en el que moran en el presente […]” (VI 7,31,17)
Nota: Todas las referencias que están entre paréntesis pertenecen a las “Enéadas” de Plotino.