San Agustín necesitaba acabar con los dos principios originarios del bien y del mal, que seguían vigentes desde Platón, ya que esto atentaría contra la figura del Dios creador. También le era preciso oponerse a cualquier divinización del hombre que alterase su ontología creacionista. Finalmente, fruto de estas necesidades, y de otras más, sus presupuestos teológicos y filosóficos se entrecruzaron mutuamente. La teología, que tenía antes como problema el sufrimiento del inocente, cambia tanto en el protestantismo como en el catolicismo de rumbo a partir de San Agustín tomando desde entonces como punto de partida el pecado.
Influenciado por Plotino, tanto en el monismo como en la idea de que para clarificar el origen del mal lo mejor es definir antes su naturaleza, parte de la concepción de Aristóteles de mal como privación, Agustín afirma que sólo existe como concepto porque “si tuviese sustancia sería bueno” (Confesiones VII,12,18) y, además, si existiese como principio metafísico se autodestruiría, por la tendencia del mal a la merma del ser. Visto desde el mundo físico existe como incompatibilidad de entes en un desorden necesario dentro de un universo ordenado: “De este orden y esta disposición (divina), que conservan la armonía de la totalidad, justamente desde el principio de la distinción, se sigue que la existencia del mal mismo es necesaria.” (De Ordine, I,7,18). Toma aquí de los estoicos la idea del orden del mundo regido por un lógos cósmico, que él sustituye por la providencia del Dios bíblico y, basándose en su cristianismo, se vio obligado a negar la sustancialidad del mal para poder tener una base en la que afirmar después la bondad de la creación desde la nada.
Como el mal no puede venir de Dios debe de ser el resultado de la libertad humana y como Dios quiere un orden y no lo hay por eso se exige el castigo del pecador y la experiencia del sufrimiento: “La voluntad peca cuando se aparta del Bien común e inmutable y se convierte a su propio bien, sea exterior o interior.” (De vera religione II,19,53). O lo que es lo mismo, el pecado se origina cuando pensamos en nuestros intereses en lugar de orientarnos hacia la trascendencia divina: “[…] decaer del ser soberano hacia lo que tiene menos ser, es comenzar a tener una voluntad mala.” (De civitate Dei, XII,6).
El pecado es para San Agustín gusto por “las necesidades temporales que son sentidas por intermedio del cuerpo, la parte más vil del hombre.” (De libero arbitrio, I,16,34) y éste se encargará de debilitar la voluntad y la capacidad cognoscitiva. En el pecado buscamos la semejanza con Dios, en lugar de aceptar su dimensión absoluta y nuestra dimensión finita y creada. Al ser el hombre responsable del mal, él también se hace un Dios menor, con capacidad para alterar sustancialmente el plan divino. Siglos más tarde este planteamiento de que el hombre se haga dios tornará de pecado a madurez personal y significará el afrontar la necesidad de conocimiento desde nuestra situación humana.
Agustín de Hipona parte de que en el principio del hombre está el pecado original y desde entonces el resto de la humanidad busca redimirse y salvar su deuda con Dios con todo lo que ello implica. “Es preciso ser sobrios y comprender que esta vida se nos ha convertido en penosa a causa del pecado abominable que se perpetró en el paraíso […] Jamás hubiera existido parecida guerra [la del espíritu contra la carne], si la naturaleza humana hubiera permanecido libremente en la rectitud en que fue creada”, De civitate Dei XXI,15. El sufrimiento tiene entonces el papel de ser el instrumento pedagógico de Dios, ya que mediante él nos purificamos.
Nota: El cuadro del principio de la entrada es "San Agustín en su gabinete" (1480) de Sandro Botticelli.
Influenciado por Plotino, tanto en el monismo como en la idea de que para clarificar el origen del mal lo mejor es definir antes su naturaleza, parte de la concepción de Aristóteles de mal como privación, Agustín afirma que sólo existe como concepto porque “si tuviese sustancia sería bueno” (Confesiones VII,12,18) y, además, si existiese como principio metafísico se autodestruiría, por la tendencia del mal a la merma del ser. Visto desde el mundo físico existe como incompatibilidad de entes en un desorden necesario dentro de un universo ordenado: “De este orden y esta disposición (divina), que conservan la armonía de la totalidad, justamente desde el principio de la distinción, se sigue que la existencia del mal mismo es necesaria.” (De Ordine, I,7,18). Toma aquí de los estoicos la idea del orden del mundo regido por un lógos cósmico, que él sustituye por la providencia del Dios bíblico y, basándose en su cristianismo, se vio obligado a negar la sustancialidad del mal para poder tener una base en la que afirmar después la bondad de la creación desde la nada.
Como el mal no puede venir de Dios debe de ser el resultado de la libertad humana y como Dios quiere un orden y no lo hay por eso se exige el castigo del pecador y la experiencia del sufrimiento: “La voluntad peca cuando se aparta del Bien común e inmutable y se convierte a su propio bien, sea exterior o interior.” (De vera religione II,19,53). O lo que es lo mismo, el pecado se origina cuando pensamos en nuestros intereses en lugar de orientarnos hacia la trascendencia divina: “[…] decaer del ser soberano hacia lo que tiene menos ser, es comenzar a tener una voluntad mala.” (De civitate Dei, XII,6).
El pecado es para San Agustín gusto por “las necesidades temporales que son sentidas por intermedio del cuerpo, la parte más vil del hombre.” (De libero arbitrio, I,16,34) y éste se encargará de debilitar la voluntad y la capacidad cognoscitiva. En el pecado buscamos la semejanza con Dios, en lugar de aceptar su dimensión absoluta y nuestra dimensión finita y creada. Al ser el hombre responsable del mal, él también se hace un Dios menor, con capacidad para alterar sustancialmente el plan divino. Siglos más tarde este planteamiento de que el hombre se haga dios tornará de pecado a madurez personal y significará el afrontar la necesidad de conocimiento desde nuestra situación humana.
Agustín de Hipona parte de que en el principio del hombre está el pecado original y desde entonces el resto de la humanidad busca redimirse y salvar su deuda con Dios con todo lo que ello implica. “Es preciso ser sobrios y comprender que esta vida se nos ha convertido en penosa a causa del pecado abominable que se perpetró en el paraíso […] Jamás hubiera existido parecida guerra [la del espíritu contra la carne], si la naturaleza humana hubiera permanecido libremente en la rectitud en que fue creada”, De civitate Dei XXI,15. El sufrimiento tiene entonces el papel de ser el instrumento pedagógico de Dios, ya que mediante él nos purificamos.
Nota: El cuadro del principio de la entrada es "San Agustín en su gabinete" (1480) de Sandro Botticelli.
Este artículo fue publicado
el 20 agosto 2010
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